Comentario
En aquellos países que más habían avanzado en el camino de la industrialización sustitutiva, como México, Brasil o Argentina, ya a mediados de la década de 1950 comenzaron a observarse los primeros signos de agotamiento de las políticas realizadas. Al limitar la industrialización al mercado interno, la producción alcanzaba rápidamente a un techo, a la vez que la escala de producción resultaba limitada. Todo esto aumentaba los costes de producción y reducía los rendimientos empresariales y la única posibilidad de superar esta situación era mediante la ampliación de los mercados potenciando las exportaciones. Sólo México y Brasil se plantearon en esta época una política de ampliación de exportaciones, pero bastante tímida como para dar los resultados esperados.
Los dos síntomas más importantes del deterioro observado fueron la inflación y el creciente signo negativo de las balanzas comerciales. El aumento de la inflación resultó difícil de contener en la medida en que la emisión monetaria se empleaba eficazmente como el principal instrumento de financiación del déficit fiscal y los economistas comenzaron a hablar de la "inflación estructural". Los déficit solían ser cuantiosos como consecuencia de la política de gastos desarrollada y de los escasos ingresos, como consecuencia de la frágil estructura tributaria existente, apoyada básicamente en la recaudación de impuestos indirectos que gravaban el consumo.
El desequilibrio de la balanza comercial respondía a un notable aumento de las importaciones, lógica consecuencia del crecimiento industrial, pero también de la reducción de las exportaciones. Por un lado, la transferencia de recursos del sector exportador a la industria convertía a las exportaciones latinoamericanas en menos competitivas frente a las de otros rivales asiáticos o africanos. Por el otro, el creciente proteccionismo europeo y norteamericano, afectaba considerablemente a determinados productos, siendo uno de los casos más notable el de la ganadería y agricultura cerealera de clima templado. Pero también la ineficiencia industrial convirtió en una asignatura pendiente la posibilidad de profundizar en la industrialización gracias a la ampliación de los mercados y a la exportación de manufacturas.
Es en este contexto donde la prédica de la CEPAL tuvo un éxito rotundo. Prebisch señalaba la imposibilidad de aplicar políticas keynesianas en economías dependientes como las latinoamericanas, con graves y serios problemas estructurales. El control que el centro industrializado ejercía sobre las finanzas internacionales y los medios de transporte no hacían sino aumentar la debilidad de la periferia subdesarrollada. La posición latinoamericana se hacía más vulnerable por el deterioro creciente de los términos de intercambio, que hacía que los precios que se debían pagar por las importaciones (manufacturas) fueran en aumento mientras que los precios de las exportaciones de materias primas se redujeran, lo cual significaba necesariamente que si se quería mantener el nivel de importaciones había que exportar más. Según esta interpretación, la única solución para salir del subdesarrollo, sin caer en una revolución social, era la acentuación de ese proceso de industrialización por vía sustitutiva, que como vimos en algunos países ya había comenzado en la Primera Guerra Mundial.
El desarrollismo rescató algunos de los planteamientos industrialistas de la CEPAL y en ciertos países como México, Brasil y Argentina se aceleró la producción de bienes de consumo durables (como automóviles o maquinaria agrícola), fundamentalmente gracias a la instalación de filiales de compañías estadounidenses o europeas. Ahora bien, dada la falta de capitales en las economías latinoamericanas, el desarrollismo proclamaba la necesidad de abrirse a las inversiones extranjeras, para lo cual era necesario garantizar la repatriación de los beneficios a los inversores no nacionales, lo cual entraba en contradicción con el discurso autarquista y nacionalista que estaba plenamente vigente. Estas inversiones habían sido relativamente pequeñas en los años que siguieron a la Gran Depresión, aunque se observa una presencia cada vez más importante de capitales de origen estadounidense en actividades productivas vinculadas a la fabricación de bienes de consumo. Se trataba así de sacar beneficio de mercados todavía no demasiado explotados, a la vez que saltar y aprovechar en beneficio propio las barreras proteccionistas levantadas por los distintos gobiernos.
Dadas las características particulares de la industrialización sustitutiva, la capacidad de la misma para crear empleo demostró ser muy limitada. Las fábricas instaladas por las compañías extranjeras solían utilizar, con bastante frecuencia, una maquinaria obsoleta ya amortizada en sus países de origen, que no solían ser demasiado intensivas en sus necesidades de mano de obra Por otra parte, la mayor parte de estas fábricas no solía trabajar a pleno rendimiento, lo que condicionaba todavía más su capacidad de absorber mano de obra. De ahí, la limitada capacidad de absorción de las industrias latinoamericanas frente a los nutridos contingentes de inmigrantes que por esta época abandonan el campo para instalarse en las ciudades en busca de mejores condiciones de vida y mayores expectativas de trabajo. Sólo el sector de los obreros más cualificados pudo beneficiarse de esta situación, al contar con una demanda asegurada en fábricas y talleres.
Pese a las enormes dificultades existentes en el mercado urbano de trabajo, la situación en el mundo rural era más catastrófica, razón por la cual la urbanización y las migraciones internas se convirtieron en uno de los fenómenos más importantes de esta época. Los campesinos comenzaron a agolparse en sus chabolas en torno a las mayores ciudades, construyendo favelas, villas miserias o pueblos jóvenes. De este modo, el problema del asentamiento de estos grupos, y la construcción de infraestructuras urbanas para los mismos, se convirtió en un problema de primera magnitud. Junto con las migraciones internas observamos el desarrollo de movimientos migratorios de unos países a otros, tal como ocurría con los colombianos que pasaban a Venezuela o los paraguayos o bolivianos que lo hacían a Argentina, donde las expectativas laborales eran mayores que en sus países de origen.
La agricultura se convirtió en un problema crucial en América Latina, fundamentalmente por su baja productividad. Por un lado, esto llevaba a limitar el número de potenciales consumidores, reduciendo el tamaño de un mercado importante que podría haber sido vital para la industria. Por el otro, importante la baja productividad agrícola suponía materias primas e insumos más caros para una industria poco competitiva, a la vez que alimentos a mayor precio para los consumidores urbanos, con la correspondiente pérdida en el poder de compra de los salarios de los obreros industriales. De este modo, la reforma agraria fue incorporada como un tema crucial de discusión y sus principales reivindicaciones fueron asumidas a principios de la década de 1950 por las revoluciones guatemalteca y boliviana.
La profundización en la industrialización se convirtió en un estrecho cuello de botella por el que sólo pasaron Brasil y México. Si bien esos países, muy tímidamente, apostaron por la diversificación de sus exportaciones, los restantes siguieron dependiendo de sus estrechos mercados internos. De este modo Argentina, pese a sus esfuerzos, quedó rezagada y Chile y Perú perdieron definitivamente el tren. La tecnología industrial por entonces desarrollada en los países centrales requería de vastos mercados, ya que la escala de producción era muy grande y el exiguo tamaño de los distintos mercados nacionales del continente comprometía el futuro de la industrialización. Producir por debajo de un determinado nivel, manteniendo una importante capacidad ociosa en las fábricas, se convertía en un negocio demasiado ruinoso para las empresas, salvo que recibieran cuantiosos subsidios por parte del Estado. La debilidad creciente de las economías latinoamericanas las tornó todavía más dependientes de las inversiones extranjeras y los préstamos contratados en el exterior.
Precisamente, fue en este período cuando los Estados Unidos, que ya asomaban como la potencia de mayor predominio en el continente americano, decidieron asumir su liderazgo internacional, no sólo en el plano económico, sino también en el político y en el ideológico. Esto se produciría en el contexto de la guerra fría y de los enfrentamientos Este-Oeste. Esta situación iba a influir de forma decisiva en las particulares relaciones entre los Estados Unidos y sus vecinos del Sur, ya que América Latina estaba dentro de lo que los Estados Unidos consideraba su zona de influencia. El triunfo de la revolución maoista en China y el surgimiento de la República Popular, junto con los avances soviéticos en materia de armamento atómico, agudizaron la naturaleza del enfrentamiento entre los Estados Unidos y el mundo comunista, haciendo que cualquiera que se apartara mínimamente de la norma fuera incluido dentro del mismo y excluido de cualquier tipo de ayuda norteamericana, lo que también influiría sobre las relaciones económicas y el discurso antiimperialista.